Muestra "Lo Crudo y lo cocido" | RO Galería de Arte
Todo registro explicativo de una obra es sospechoso pues acota su riqueza semántica y experiencial. La época nos convida funcionalmente a movernos entre novedades culturales cargadas de significado que, como las sopas Campbell, nos llegan ya dotadas de instrucciones para su uso y consumo.
La muestra de Aníbal Garfunkel alimenta nuestros pensamientos y nos invita a degustar con la vista la potencia del artificio, a husmear una cocina quimérica que nos enfrenta a nuestras pulsiones e impulsos ante la angustia consustancial de ser omnívoros.
Los alimentos no sólo nutren nuestro cuerpo perecedero, sino también nuestra imaginación inmemorial. Los alimentos no sólo cumplen una función biológica vital sino también significan. Y escenifican en esta obra la dimensión imaginaria, o sea un tejido, inconsciente aunque siempre presente, de evocaciones y connotaciones indigeribles. Toda una poética puesta al servicio de la glotonería del pensamiento.
La cultura empieza por los sentidos y la estilización de los estímulos es un recurso para percibir aquello que nos permita identificar lo que vemos. Mirar es, en la mayoría de los casos, dejar de ver lo que se nos está mostrando.
El pez por la boca muere y el hombre por sus fauces se define y por la deglución se descubre. Toda dietética enuncia una ética, una estética y una metafísica del devorante.
Las bellas formas de la cultura, los hábitos morales, los usos de cortesía o el gusto, son espectros civilizatorios que velan la crudeza de nuestros instintos amenazantes. Si bien comer es un acto social arraigado y propio de cualquier proceso civilizatorio, la muestra de Garfunkel parece proponernos que también es un ejercicio depredativo, un acto animal, y así todos los intentos de refinamiento —desde el uso más elemental del fuego para cocinar hasta la utilización de utensilios para llevarnos a la boca lo que cocemos a través de medios y elementos industrializados— persiguen como meta el enmascaramiento del instinto de alimentarnos que poseemos en tanto seres vivos. Sublimar ese acto y convertirlo en algo social, culto, limpio y espiritual, que nos permita trascender nuestra naturaleza animal sólo ha sido posible mediante un imaginario estético o formas reguladas de comportamiento.
La gastronomía es una metafísica. La cocina es una maquinaria de ilusiones. Toda cultura culinaria se nutre de eliminar a través de la preparación el recuerdo acerca del origen de las comidas. Cualquier resonancia barbárica es sustancialmente encubierta. Todo lo que pudiera recordarle al ser humano sus orígenes salvajes es disimulado, purificado. Las comidas son domesticadas, cultivadas. A partir de un objeto concreto, la cocina da lugar a una creación abstracta. Se trata entonces del travestismo o la transfiguración de la comida.
La obra de Garfunkel es fundamentalmente develadora, políticamente incorrecta, no decorativa, intransigente. Si la cocina con el auge del mundo gourmet ha optado por lo ornamental como sinonimia distintiva, por una economía fabuladora y mítica, esta muestra apela al desencarnamiento de la naturaleza atávica de los alimentos: la brutalidad de las carnes, lo abrupto de los pescados, la encarnadura de los vegetales.
Garfunkel explora aquellas zonas que la fisiología del gusto no se anima a auscultar. A través de un “efecto roschard” procede a un descubrimiento de formas, deformando y formulando el alimento. Cincelando alegorías desnuda lo volitivo, lo onírico, lo ilimitado, o sea ese efecto equívoco, y por que no insidioso, que representa la cocina y vuelve al comer algo fruitivo.
Matías Bruera
Ro Ediciones
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