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Living-Bull - Crítica

Aníbal Garfunkel. Profeta de las Formas | Luis Espinosa

Porque siembran vientos,
recogerán tempestades.
(Oseas 8, 7)

Jeroboam mandó construir un templo subiendo la colina, donde pudiese ubicar la estatua del becerro, porque bien sabía que en los atributos del animal, fuerza, poder, majestuosidad, fertilidad, se encontraban expresados los supremos atributos del Dios único.
Al entrar al templo y encontrar la imponente presencia del toro, los ojos se elevarían por encima de su figura en busca de esa otra presencia que en su invisibilidad se haría patente más allá de la forma. Así podría competir contra la casa de Judá. Sin embargo el oro refulgente de su cuero encegueció los ojos de los ofrendantes que se quedaron en la corteza de la artesanía.
Esta perdió la referencia a las manos que la construyeron y su materialidad se pensó como divina. Mucho tiempo antes Aarón había recolectado aros y collares de las israelitas para fundir con ese metal en el molde, otro becerro, que satisficiese la necesidad de adoración que parecía no cumplimentar Moisés con su tardanza. La voz de los profetas se alzó para denunciar estas falacias. Por medio de ellos el mismo Yahveh anunció la destrucción de aquellos que habían de sumergirse en su propia mentira. Y eso no era una amenaza a cumplirse por mano divina, sino la evidencia de un hecho ya consumado por sus propios actores. No es profeta quien adivina el futuro ni aquel a quien le es dado el don de saber lo que vendrá, sino el que percibe y revela (y aún en el caso de que todavía no llegue a entenderlo) el sentido de los acontecimientos, adelantando sus consecuencias. Puede pensarse que los tiempos bíblicos fueron superados por la era de la tecnología y sus gigabytes de información y razón.
Sin embargo, Wall Street, en pleno siglo XXI, también ha erigido su becerro. Un poderoso toro en acción de embestir, emulando la embestida del capitalismo con sus cuernos de finanzas.
En plena calle, un escultor entusiasmado ha construido al ídolo expuesto a la veneración de los turistas y de los inversionistas en la capital del universo.
Así nomás, sin cuestionamientos, por encima de la bestia puede percibirse la invisible presencia todopoderosa del mercado.
Y el toro dorado no sacia jamás su sed de poder y amenaza con la caída de las bolsas para obligar a todos a caer de rodillas, para que nadie se siente en su lomo y lo denuncie.
Aníbal Garfunkel ha tenido una visión y ha aceptado el desafío de adentrarse en el desierto a esperar con paciencia a que esa visión se aclare. Cuando encuentra su toro, lo hace por una necesidad imperiosa de visualizar una imagen que le viene empujando desde adentro. Para sacarla a la luz trabaja sin descanso a lo largo de un mes.
La misión del profeta es siempre a pesar del profeta y sus limitadas fuerzas. Así el artista siguiendo su impulso ético deviene profeta de las formas y compone estructuras capaces de gritarle al mundo:
"Tu toro de oro también se hunde en aquel otro oro que lo sustentaba."
Garfunkel ya venía reflexionando en su obra sobre los elementos contradictorios de la experiencia humana. En otra muestra había presentado esforzados nadadores intentando mantenerse a flote sobre un mar de petróleo. Fue el impacto de esas pinturas lo que motivó una invitación de la Dirección General de Cultura del Honorable Senado de la Nación a exponer en el Salón de las Provincias del Congreso de la Nación Argentina. Y esta oportunidad motivó a su vez al artista a ponerse en movimiento.
Un gran toro de oro macizo de cinco metros de longitud sumergido hasta el lomo en oro negro, esta escultura con apariencia de pesado metal precioso, esconde la liviandad del telgopor tallado, recubierto de una resistente cartapesta patinada con pintura dorada. Rodeada de un blando colchón de cuerina negra, rellena, haciendo las veces de un circundante mar de hidrocarburo.
La cercanía de esta imagen inmensa con aquella de Wall Street y con los becerros bíblicos nos ubica delante de la imposición de su poder y mientras todavía hipnotiza y subyuga, nos percatamos de que así, sumergida, contradice su plenipotencia y se dirige hacia su propia negación.
Nos abre los ojos para desoír las apariencias y ver al que se jactaba eterno, sucumbir en su paradoja.
Por ese motivo la obra del profeta Garfunkel se torna molesta. Se puede leer en varios niveles y en todos denuncia. En lo personal, en lo global, pero es particularmente interesante ver cómo irrumpió sorpresivamente en el centro del poder de la Argentina, el Congreso Nacional, y cómo algunos legisladores se incomodaron con su presencia percibiendo sólo, en el sentido más literal, la relación del toro con el conflicto que mantuvo el Gobierno Nacional con el sector del campo, sin notar que todavía los cuestionaba más allá de esa contingencia.
El resultado fue que al tercer día se le pidió a Garfunkel que retire su obra. No, no fue censura, fue pánico de que esa imagen contamine la serenidad y el equilibrio del recinto sagrado.
En un último gesto antes de partir satisfecho, Aníbal Garfunkel buscando la salida para llevar su escultura al flete que lo esperaba en la calle, colocó por un momento a su gran becerro desestabilizado sobre el descanso de la escalinata principal del edificio donde nace la ley.
La gacetilla oficial ya anunciaba la próxima actividad cultural.
¿Reaccionaremos a tiempo, nosotros, que todavía podemos salir a flote?

Luis Espinosa
Noviembre de 2008


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